El ciudadano atento
Animales, pero no tanto
Dr. Luis Muñoz Fernández
Hace unos días, mi colega y compañero en el Seminario de Cultura Mexicana Jorge Anselmo Valdivia me comentó que le había gustado mucho un aforismo contenido en el libro El arte de ser jefe. Perlas del oficio, del distinguido patólogo español Aurelio Ariza Fernández. El adagio en cuestión es el siguiente:
“Somos primates erguidos venidos a más, no ángeles caídos venidos a menos. Tenlo en cuenta y sé indulgente al juzgarte a ti y a los demás”.
Yo le contesté que, desafortunadamente, a la mayoría de nosotros desde que somos pequeños la Iglesia y otras instancias con vocación de control psicológico y social nos meten ideas vaporosas sobre nuestra verdadera naturaleza. Acabamos por olvidar que somos primariamente animales, no entes celestiales encorsetados en un cuerpo que se han de comer los gusanos.
Seguir esas ideas preregrimas y reprimir nuestra naturaleza biológica elemental conduce a descarríos que observamos asombrados en no pocos de los que las predican. Por el contrario, como patólogo, es decir, como biólogo especializado en el fenómeno de la enfermedad, estoy convencido de que el aceptarmos como animales tiene efectos muy saludables en nuestra vida. Es un paso hacia el verdadero autoconocimiento.
En los últimos tiempos, ha tenido cierta aceptación que nos llamemos a nosotros mismos “animales humanos”, término que nos vuelve a colocar en la naturaleza junto a nuestros semejantes biológicos, los animales no humanos. Como sinónimo de animales humanos, desde hace algunos años se escucha la palabra “humanimales”. Ambos términos se usan cada vez más porque, entre otras cosas, nos concilian con una parte muy importante de nuestra esencia.
La filóloga Marta Segarra afirma lo siguiente en Humanimales. Abrir las fronterias de lo humano (Galaxia Gutemberg, 2022):
“El pensamiento occidental, con pocas pero importantes excepciones, como la que representa Montaigne, ha intentado formalizar la distinción humano-animal, conviertiéndola incluso en la definición misma de la humanidad: somos humanos porque nos hemos elevado por encima de los animales (por disposición natural, por designio divino, por nuestro esfuerzo, por el azar evolutivo…), hasta el punto de que ya no nos consideramos una especie animal entre otras, sino una categoría aparte, basada en la distinción, en términos casi absolutos, entre naturaleza y cultura. Esta creencia, legitima, además, el dominio total del hombre sobre los demás seres vivos e inanimados que conviven con él en el planeta, y hasta fuera de él, lo cual nos ha conducido a la crisis ecológica, acompañada de la crisis del modelo de vida que se ha ido instalando a lo largo de los siglos”.
Así, esa idea asumida acríticamente desde nuestra más tierna infancia no sólo explica la brutal explotación a la que sometemos a los animales no humanos, incluso en nombre de la tradición y la libertad, sino también la profunda y vergonzosa discriminación hacia otros grupos de seres humanos, como es el caso de las mujeres (¡la mitad de la humanidad!), las personas esclavizadas, casi siempre no blancas, los ancianos y quienes padecen “deficiencias” cognitivas y físicas.
Bien lo expresa la filósofa Corine Pelluchon en Manifiesto animal (Reservoir Books, 2018):
“Cuando despreciamos a los animales, cuando los tratamos como objetos al aceptar con indiferencia que la suya sea una vida de sufrimiento, no sólo nos comportamos con un despotismo que ninguna religión podría justificar sin caer en la contradicción de confundir la administración humana de lo creado con el derecho de dominarlo sin rendir cuentas. También al acallar la voz de la piedad, nos cercenamos una parte de nosotros mismos. Una piedad que es repugnancia innata ante el sufrimiento de cualquier ser sensible”.
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