El ciudadano atento
Alma de tardígrado
Dr. Luis Muñoz Fernández
El diccionario tiene dos acepciones para la palabra tardígrado. La primera es “animal que se mueve lentamente” y, la segunda, “invertebrado afín a los atrópodos, de cuerpo rechoncho cubierto por cutícula y cuatro pares de patas terminadas en uñas”. Así que, por aquello de lo rechoncho, no sólo el alma, sino que también tengo el cuerpo de tardígrado. De niño era bastante tímido, siempre pegado a los libros (en eso no he cambiado). Mi madre me decía en catalán “sembles un mussol”, es decir, “pareces un búho”. Con el paso de los años, tras una larga metamorfosis, pasé de ave reflexiva, de aquel “pájaro de cabeza grande, ojos redondos, orejas puntiagudas y pico curvado” del chiste de Eugeni, a lento invertebrado. Pese a los malpensados, mi naturaleza de tardígrado no tiene nada que ver con ser el nieto de un gallego… o tal vez sí: Tradigradum gallaeci.
La lentitud no siempre es desventajosa, sino que puede ser una cualidad apreciada y necesaria. Lean el Manifiesto de Liubliana por la lectura atenta (liga), dado a conocer durante la última Feria del Libro de Frankfurt en octubre de 2023: “El Manifiesto explica que si bien las tecnologías digitales ofrecen un gran potencial para nuevas formas de lectura, investigaciones empíricas recientes muestran que el entorno digital está teniendo un impacto negativo en la lectura, en particular en la lectura larga y la comprensión lectora”. Esa lectura que requiere tiempo y se hace lentamente, para extraer de ella los tesoros que contiene. El oro no se saca corriendo ni los diamantes se tallan con prisa. El Manifiesto es un revulsivo contra tantos cursillos milagrosos de lectura rápida que se ofrecen por doquier.
Quiéralo uno o no, la lentitud se instala en el cuerpo conforme se adentra en la vejez, cuyo anuncio, casi siempre inadvertido, es la extraña sensación que nos embarga cuando nos maravillamos de lo jovencísimos que son aquellos que ahora ocupan las sillas que fueron nuestras no hace tantos años. Ese es el aviso de que estamos cruzando el umbral. Vendrán más señales, sobre todo de carácter físico, aunque también psíquico: la erosión del vigor, las flaquezas de la memoria, el miedo a caer (en todos los sentidos). En contraste, la irreverencia de los jóvenes nos llegará resultar chocante. Lo describe muy bien Antonio Muñoz Molina en No te veré morir:
“…los viejos ya expulsados del mundo que les había pertenecido, del que se habían enseñoreado con la misma insolencia de estos jóvenes de ahora que hablaban alto y ocupaban las aceras con su pujanza física y su barullo colectivo, enseñándose los unos a los otros pantallas de teléfonos, tan indiferentes a todo lo que no fuera ellos mismos como si sólo ellos habitaran la ciudad, hablando muy alto, chicos y chicas, en un bronco español que a Gabriel Aristu le sonaba al mismo tiempo descarnado y desconocido, tan exótico como la manera en que se vestían o gesticulaban, accionando mucho las manos, sobre todo ellas, ocupando el espacio de tal manera que él tenía que hacerse a un lado, con algo de miedo a que lo arrollaran o lo tiraran al suelo, ahora que le había llegado, como un signo de la edad, el miedo a las caídas… en esas calles sombreadas de acacias del barrio de Salmanca, tomadas a media mañana por gente muy joven, estudiantes en escuelas cercanas de diseño o tecnología, bellos y bellas sin ningún esfuerzo, sin ningún cuidado, sin la menor conciencia de lo extremo, lo vulnerable, lo fugaz de su juventud… todo tan ajeno y alarmante para quien él era ahora…”.
“Es ley de vida”, dirían mis padres y mis abuelos. En efecto, así es, y debemos aceptarlo sin rencor, sin amargura, porque desde que nacimos estamos marcados por la finitud, ese límite fatal que nos hace precisamente humanos, ese rasgo extraño y nuevo que apareció con los humanos en aquel mundo primigenio poblado hasta ese momento por seres inmortales en El Silmarillion de J. R. R. Tolkien. Tal vez tenga un fin el tener un fin. No hay forma de saberlo, sólo de creerlo (o no).
“Animal que se mueve lentamente”, sí, pero sin dejar de perseguir sus sueños. Tardígrado de cuerpo y alma con un cerebro viejo que piensa que todavía puede ofrecer algo de valor, un legado modesto y útil para los que sigan.
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