Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

Al final, serenidad

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Michael Ignatieff, escritor, historiador y expolítico canadiense, ha escrito un libro muy necesario en nuestros días titulado En busca de consuelo. Vivir con esperanza en tiempos oscuros. Sobre esta obra, el filólogo y escritor Jordi Amat nos dice lo siguiente:

“Son ejemplos de virtud. No de perfección, sino de lucidez en la duda. Nada que ver con la autoayuda banal que nos engaña. Es la exigente compañía de la ética. La que heredamos de los testimonios del holocausto y el estalinismo para recordarnos la zona gris donde sobrevivimos y cuáles son los ejemplos de santidad laica y las palabras perennes que consuelan también en tiempos de oscuridad”.

Me atrajo de inmediato el capítulo dedicado a David Hume (1711-1776), filósofo, historiador, economista y ensayista escocés. Nacido en Edimburgo, en una época de gran fermento intelectual, fue contemporáneo de otros grandes personajes que encabezaron lo que conocemos como Ilustración escocesa: Adam Smith, James Mill, Francis Hutcheson, Thomas Reid, Joseph Black, James Watt, Adam Ferguson, James Playfair, James Hutton, James Burnett, etc.

David Hume fue blanco de numerosas críticas de parte de sus contemporáneos que, entre otras cosas, profiaron para impedir que accediese a la cátedra de moral y filosofía pneumática en la Universidad de Edimburgo. Pero ese encono no sólo se debió a su escepticismo frente a la religión y a su postura agnóstica (él nunca se reconoció ateo). Había algo en su talante, moderado y proclive al humor, distinto del irónico Voltaire, que molestaba todavía más a sus oponentes.

Su ecuanimidad frente a su propia muerte molestó muchísimo a James Boswell y a Samuel Johnson. Este último dijo que Hume fingió esa calma, que todo fue una simple actuación. Johnson creía que era imposible morir con serenidad sin el consuelo de la fe cristiana. Pero esta vez se equivocaba. Por fortuna, tenemos información fidedigna de cómo vivió sus últimos días David Hume.

Convencido de que su muerte estaba cerca, escribió en un solo día un opúsculo titulado De mi propia vida. Rodolfo Vázquez lo cita en su libro No echar de menos a Dios. Itinerario de un agnóstico:

“He sufrido muy poco dolor como consecuencia de mi trastorno y, lo que es más extraño, a pesar del deterioro de mi persona, no he sufrido ni un momento de abatimiento del ánimo. Hasta el punto de que, si he de mencionar un período de mi vida por el que preferiría pasar de nuevo, podría sentirme tentado a señalar este último […] He sido, digo, un hombre de apacible disposición, con control de su temperamento, de humor abierto, sociable y alegre, capaz de sentir apego, pero poco susceptible a la enemistad, y con gran moderación en todas mis pasiones”.

De su serenidad en los momentos finales hay testimonios independientes, como la carta que doctor Black, médico de cabecera de Hume, le dirigío a Adam Smith:

“Se mantuvo hasta el final consciente y con poco dolor o sufrimiento. Nunca dejó escapar la mínima expresión de impaciencia; por el contrario, cuando pudo hablar con las personas que estaban a su alrededor, siempre lo hizo con afecto y ternura. […] Murió con una tranquilidad mental tan feliz que nada podría superarla”.

David Hume, que dedicó su vida a desenmascarar supersticiones, desmintió al morir el mito muy extendido de que todos los ateos y agnósticos se arrepienten en sus últimos momentos e imploran la asistencia divina.

Me recuerda a Jacques Monod (1910-1976), científico francés que, no sin fatalismo, le dijo a su colega Melvin Cohn: “La batalla contra esta ignorancia nunca podrá ser ganada. Todo lo que uno puede hacer es morir sin tener a un sacerdote al pie de la cama”.

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