El ciudadano atento
Mutilados y útiles
Dr. Luis Muñoz Fernández
El pasado lunes 17 de octubre se conmemoró el Día Internacional para la Erradicación de la Pobreza, cuyo tema para el período 2022-2023 es “Dignidad para todos en la práctica: los compromisos que asumimos juntos por la justicia social, la paz y el planeta”. Es un bonito lema que choca frontalmente con la realidad. No hay dignidad posible para los millones de pobres en todo el mundo, cuyo número en México rebasa la mitad de toda la población. Es el gran mentís al discurso gubernamental que, poniendo a los pobres en el centro e instrumentando la dádiva como estrategia de acarreo, no ha sido capaz de frenar el incremento de este sector mayoritario de los mexicanos.
Incluso los países que ostentan la eufónica etiqueta de “estados de bienestar” han logrado erradicar la pobreza ni han podido implementar mecanismos eficaces para paliarla. Así lo documenta la escritora Sara Mesa en su crónica “Silencio Administrativo. La pobreza en el laberinto burocrático”, donde relata esa ineficacia estatal para atender con prontitud a Carmen, una indigente sevillana con un largo historial de desgracias a cuestas: “sin raíces familiares, pobre, maltratada, agredida sexualmente, exdrogadicta, expresidiaria, exprostituta, madre sin hijo, discapacitada, enferma y sin techo”. A propósito de esto último, aprendí al leer a Sara Mesa una palabra que todavía no está en el diccionario, pero que define la condición de aquellos a los que llamamos vagabundos: sinhogarismo.
También hace una fuerte crítica a algunas de nuestras actitudes ante los pobres:
“La pobreza es fea, es difícil de mirar. Es incómoda. Se puede ser pobre pero decente: esto lo hemos escuchado muchas veces. Pobre pero limpio. Pobre pero honrado. Pobre pero sin vicios. ‘Pero’: la mala leche de la conjunción adversativa. Esa perfección, esa limpieza, que se le exige a los más pobres.
Los queremos beatíficos, agradecidos, puros de corazón, impecables. Que no digan una palabra más alta que la otra. Que den siempre las gracias y no insistan. Que se acerquen un poco pero que se retiren enseguida. Que gasten nuestras limosnas en lo que nosotros decidamos que se las deben gastar. Que no haya una sola tacha en su pasado, ni un desliz”.
A través de las peripecias de Carmen para acceder a la llamada “renta mínima” que ofrece el gobierno a los indigentes como ella, que le llegará demasiado tarde y será insuficiente para atender sus necesidades más apremiantes, Sara Mesa desnuda la perversidad del laberinto burocrático para obtenerla:
“El laberinto burocrático no considera la precariedad de la vida de decenas de miles de personas que no tienen un hogar estable o ni siquiera tienen hogar… El silencio administrativo es unilateral, porque a la otra parte se le exige comunicación constante, veraz, rápida y eficiente.
El laberinto burocrático tiene el poder de callar apelando a sus razones –«falta personal», «faltan recursos», «se han retrasado las partidas», «las ayudas son nuevas», «estamos definiendo los criterios», «estamos saturados» …
Sin embargo, no hay razones válidas para el silencio de la otra parte –«me cortaron la línea de teléfono y no pude recibir su llamada», «no me dio tiempo a pedir el papel que me dijeron», «no entendí que papel era necesario y mandé otro por error», «no tenía dinero para tomar el autobús y hacer trámites», «me escribieron a la dirección de la que me echaron por no pagar»», «estoy enfermo y nadie me está ayudando».
Esto no cambiará mientras atendamos solamente las manifestaciones y no la raíz de la pobreza. Como el médico que sólo trata los síntomas sin cambiar las condiciones que originan la enfermedad. En este caso, el origen de la enfermedad es la desigualdad. En la realidad pura y dura, con una meritocracia anulada por la corrupción y el amiguismo, las oportunidades no son las mismas para todos. De ahí hay que partir.
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