Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

La dorada medianía

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Cuando era más joven me gustaba perseguir la perfección. Lo hacía para distinguirme de los demás. También porque, al estar en contacto con estudiantes, médicos internos y residentes, consideraba parte de mi deber docente ser su modelo. Salvo por muy contadas excepciones, hoy puedo afirmar que como ejemplo he fracasado rotundamente. Como siempre me han interesado la lectura y la escritura, corregí los yerros lingüísticos de los demás durante sesiones y reuniones académicas. Ahora sólo lo hago cuando me piden que revise un texto. Sugiero correcciones de manera cordial, respetuosa, quitándoles importancia, pues he aprendido que sólo así merece la pena.

Al hacerme mayor, ese ardor quijotesco de “desfacer entuertos” y “enmendar planas ajenas” se ha ido apagando, lo que celebro y estoy seguro de que lo agradecen quienes me rodean. Hoy sé que la perfección es una quimera que nos encandila y que su persecución nos vuelve soberbios, dogmáticos y hasta antipáticos, porque acabamos creyendo que somos maestros de nuestro arte y que merecemos la admiración de los demás. No nos percatamos a tiempo de que esa obsesión nos hace caer en el ridículo y hasta se puede volver nuestra perdición.

Como todo en la vida, debemos aspirar a un equilibrio, a una equidistancia entre el ansia de perfección y la abulia. Esto, como casi todo, ya lo habían examinado los antiguos. Lo llamaron aurea mediocritas, como lo registra el Diccionario de expresiones y frases latinas de Víctor-José Herrero Llorente (Gredos, 1992) y la recopilación Aurea dicta. Dichos y proverbios del mundo clásico de Eduard Valentí (Crítica, 2004), que lo atribuyen al poeta latino Horacio (Odas II, 10):

“Quien prefiere el término medio, que vale lo que el oro, se libra, seguro, de las miserias de una casa arruinada; y se libra, sobrio, de un palacio que le valga envidias. El pino grande es el que los vientos más azotan, más dura es la caída de las torres altas, y es en la cima de los montes donde hiere el rayo”.

Ya me parece ver las cejas arqueadas de quienes, leyendo estas palabras, consideran que el aurea mediocritas es una forma de justificar la falta de ambición, una manera de ser cobarde. Mediocritas se traduce más apropiadamente como medianía y no como mediocridad en su sentido peroyativo. Como dice la filóloga Marina van Zuylen en Elogio de las virtudes minúsculas (Siruela, 2025), ensayo dedicado a este tema: “La media áurea, o el áureo camino intermedio, parecía más bien una excusa para aquellos que no se esforzaban lo suficiente”. Pero no es así. Esa dorada medianía es en realidad una expresión del arte de vivir que, aunque hoy no es particularmente apreciada, ofrece una forma de ser y estar en el mundo tan exigente como como cualquier otra. Agrega van Zuylen: “No es tan sencillo reparar en el aurea mediocritas; sólo brilla para quien se muestra atento y aspira a separar lo público de lo privado, lo infravalorado de lo que llama la atención”.

No se trata de falta de ambición ni de disimular la pereza. Más bien es una estrategia para concentrarse en uno mismo y abrir posibilidades insospechadas que se esconden en nuestro interior. Conjuramos así las numerosas tentaciones que nos ofrece el mundo con su bombardeo incesante mediante la educación, la presión social, la publicidad, los medios de comunicación, las redes sociales, el cine y otros instrumentos de la propaganda.

La posibilidad de explorar nuestro interior que se abre con el aurea mediocritas no es algo despreciable. Así lo han reconocido varios pensadores a lo largo de la historia. El filósofo alemán Adolph Knigge (1752-1796) lo expresaba con estas palabras:

“Los deberes que tenemos hacia nosotros mismos son los más importantes y serios y, por lo tanto, el trato con nuestra persona no es ni el más inútil ni el menos interesante. […] Quien busca únicamente los círculos en los que se le halaga pierde hasta tal punto el gusto por la voz de la verdad que termina por no poder oírla cuando procede de su interior; prefiere precipitarse en el tumulto cuando la conciencia le dice cosas desagradables, donde esa voz benefactora se ve sofocada”.

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