El ciudadano atento 

Desaprender

Dr. Luis Muñoz Fernández 

La del título es una palabra poco conocida pese a que es muy importante. El diccionario la define como “olvidar lo que se ha aprendido”. ¿Pero no es eso una calamidad?, dirán ustedes. Sí y no. Depende de lo aprendido. Más allá del dogma queda el conocimiento de los hechos comprobables, es decir, el conocimiento que alcanzamos mediante la razón, el conocimiento científico.

Esa forma de conocer siempre peca de provisional. No ofrece certezas absolutas, sino verdades relativas a las que uno puede acercarse con mayor o menor fortuna, pero siempre con esa sensación de que en cualquier momento la espada de Damocles de una nueva evidencia habrá de caer implacable para herir de muerte aquella idea del mundo o de nosotros mismos con la que nos habíamos encariñado tanto. Imposible retener lo efímero.

Así las cosas, conviene andar ligero con eso de las ideas. No sobarlas demasiado. Mucho menos atesorarlas como si fuesen aquellos antiguos centenarios de oro tan apreciados por las familias mexicanas de antaño, adquiridos con no pocas penalidades y guardados con celo en algún rincón oculto del hogar. Monedas que suponíamosx como algunas de nuestras ideas: el depósito de valores inmutables y eternos. Un espejismo.

“Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir”, decía Jorge Manrique. Esta metáfora fluvial de nuestra existencia es oportuna porque, al igual que los ríos, el discurrir de nuestra vida también arrastra esa mezcla de arena, grava y arcilla que los antiguos llamaban alluvium, es decir, las tierras de aluvión, los sedimentos que los ríos depositan en su estuario cuando desembocan en el mar.

Prosiguiendo con la metáfora de Jorge Manrique, nuestra vida arrastra en su curso todo aquello que hemos aprendido: un aluvión de ideas heredadas, preconcebidas, aprendidas y adquiridas a través de las enseñanzas de otros o de la propia experiencia. Pese a ser intangible, el sedimento que cargamos y arrastramos tiene una densidad y un peso específicos que pueden lastrar nuestra libertad y ralentizar nuestro flujo vital.

Tras una reunión reciente con viejos amigos y colegas en la que tuvimos la fortuna de conversar con nuevas generaciones de patólogos en formación, cobro conciencia de mi propio sedimento, de mi aluvión. Aprendizajes, lecturas, reflexiones y experiencias que cristalizan en palabras cuya expresión ingeniosa puede resultarnos placentera. Bien que así sea si con ello estimulamos a alguien para que se cultive, para que roture su mente y su corazón preparándolos para recibir, respectivamente, conocimientos y sentimientos que los impulsen a ser mejores personas.

Pero, ¡ojo!, que el sedimento no pese demasiado y, si es así, que podamos abandonarlo sin dolor. Como la serpiente que con la muda deja atrás una piel vieja y arrugada. Y es aquí donde podemos acurdir a eso del “desaprender”, de olvidar con voluntad tenaz todo aquello que aprendimos en algún momento y que hoy se convierte en rémora de nuestra vida.

¿Tiene sentido pensar así cuando el trayecto de vida que tenemos por delante es ostensiblemente menor que el que ya hemos recorrido? ¿No será ya demasiado tarde? Pienso que no, porque es justamente en esta etapa final cuya duración ignoramos cuando conviene recordar aquellos versos de Machado:

“Y cuando llegue el día del último viaje,
y esté al partir la nave que nunca ha de tornar,
me encontraéis a bordo ligero de equipaje,
casi desnudo, como los hijos de la mar”.

Desaprender, soltar lastre, eso que los sabios de Oriente, atentos observadores del interior, llaman desapego, desprendimiento. No aferrarnos a nuestras convicciones por caras que nos resulten.

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