Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

Ad fontes

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Esta locución latina significa “acudir a las fuentes”, es decir, a los orígenes, una expresión utilizada durante el Renacimiento que reflejaba ese deseo de leer a los clásicos en su idioma original, el griego o el latín, evitando las malas traducciones, inevitablemente salpicadas de erratas.

También podría aplicarse, por ejemplo, a un viaje que se emprende con el propósito de visitar nuestro lugar de nacimiento, o el de alguno de nuestros antepasados. El suelo cuyos terrones son parte constitutiva de nuestro cuerpo, forjado en un inicio con la doble herencia paterna y materna. No es una metáfora. Bien sabemos por lo que dijo Carl Sagan que “somos polvo de estrellas”, lo que significa ni más ni menos que los elementos químicos que nos componen provienen de las reacciones primigenias ocurridas en esos hornos luminosos del espacio sideral, sedimentados luego en la tierra que pisan nuestros pies.

En mi caso ese viaje pudiese hacerlo a Galicia, tierra de mi familia materna, a la pequeña aldea de Sandiás, en la provincia de Ourense, donde nació mi abuelo Luis por quien me llamo como me llamo y se llama también mi hijo en una línea que va del abuelo al bisnieto, pasando por un tío y por mí mismo. El abuelo Luis, como buen gallego, mítico comedor de patatas cocidas con judías verdes o acelgas, dejó su aldea a los trece años para emigrar y buscarse la vida como tantos y tantos de sus paisanos: “Deixo, en fin, canto ben quero… ¡Que pudera non deixar!” (Rosalía de Castro).

Recaló en Cuba durante catorce años, aprendió el oficio de mecánico y se casó con la abuela Flora, cubana e hija de gallegos. Allí en la isla nacieron mi madre Blanca y mi tío Luis. Su hija menor, la tía Sara, ya nacería en Galicia, a la que mi abuelo y su familia regresaron poco antes de la Guerra civil española. Esa emigración a América de mis antepasados maternos databa de años atrás, cuando mi bisabuelo Constantino Fernández se unió a aquel nutrido contingente de ocho mil gallegos que construyeron el Canal de Panamá bajo las órdenes de los norteamericanos. Todavía conservo la copia de una carta fechada el 6 de abril de 1913 en la Esclusa de Miraflores, cerca del Océano Pacífico, en la que mi bisabuelo le decía a su esposa que regresaría pronto –el Canal se inauguraría en 1914– y que se cuidara de que sus hijos Luis (mi abuelo) y Antonio no faltasen ni un solo día a la escuela.

Ese viaje que sueño me llevaría por aquellas tierras gallegas que visité una sola vez en mi vida, cincuenta y cinco años atrás, poco tiempo antes de emigrar a Aguascalientes con mis padres y hermano. Mi abuelo Luis, que siempre había vivido con nosotros, al principio no nos quiso acompañar. Dos años después de nuestro arribo a tierras mexicanas, se nos presentó de improviso y tras algunos titubeos, idas y venidas, acabó quedándose con nosotros. De aquellos cinco emigrantes sólo quedo yo, las cenizas de los otros cuatro reposan aquí, y escribo esto para que conste y se conserve en la memoria de mis hijos, antes de que vaya a reunirme con los que se me han adelantado.

Si emprendiese ese viaje sé que encontraría ecos mágicos a la vuelta de cada esquina, porque Galicia es una de las depositarias de la antiquísima cultura celta, en la que menudean duendes, feiticeiras (hechiceras), bruxas (brujas buenas) y meigas (brujas malas). Un buen amigo de estirpe irlandesa llamado Patricio (como tenía que ser), medio celta como yo, sabe de lo que hablo y estoy casi seguro de que avala estas palabras que suenan demasiado extrañas para quienes nunca antes habían oído hablar de ellas.

Si pudiese llevar a cabo ese viaje me detendría en el puente romano de Ourense sobre el río Miño para honrar a mi abuelo. El nombre del río tiene una etimología controvertida. Pudiese venir de Minius o Mineus, palabras del protoeuropeo que derivan de la raíz indoeuropea mei –caminar, ir–. El Miño nace en el Pedegral de Irimia, en la sierra lucense de Meira, bajo una estela de rocas que fueron parte de un glaciar hoy desaparecido, aunque la leyenda dice que las acumuló la meiga Irimia para ocultar el origen del río a unos monjes cistercienses que le querían cobrar un tributo. Lo hizo mientras les gritaba: “Destas augas nunca beberedes, porque o río é miño”. El río Miño, el camino que marca ese viaje a mis raíces que tal vez haga algún día.

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