El ciudadano atento
La fragilidad del bien
Dr. Luis Muñoz Fernández
Pese al discurso buenista que predomina en nuestro medio, y más en estas fechas, al bien le cuesta mucho abrirse camino en este mundo. En cambio, el mal goza de muchas más facilidades, sus emisarios están mucho mejor organizados y no son pocas las ocasiones en las que echan abajo el muro protector que con tanta paciencia y esfuerzo levantan los partidarios del bien para resguardar alguna causa justa. Por eso hay que apuntalar ese muro cada vez que sea posible.
Es lo que ha hecho el historiador y escritor italiano Carlo Greppi (Turín, 1982) de una manera formidable y también sorprendente al escribir El hombre que salvó a Primo Levi (Crítica, 2023). Es una investigación que le hizo reconstruir la vida de Lorenzo Perrone, aquel ser humano gracias al cual Primo Levi, judío prisionero en Auschwitz, pudo sobrevivir y después escribir los horrores que allí se vivieron para que la humanidad no los olvidase.
La vida en el lager siempre estaba amenazada. Sus principales enemigos, no los únicos, eran dos: el hambre y el frío. A mediodía sonaba la sirena que indicaba el momento de comer. Los prisioneros se ponían en fila escudilla en mano, rogando que les tocase la parte más profunda de la olla, la menos aguada, la más sustanciosa. Se come con voracidad, sin dejar una partícula y, en palabras de Primo Levi, “después viene la beatitud (esta positiva y visceral) de la distensión y del calor en la barriga y en la caseta en torno a la estufa crepitante. Los fumadores, con gesto avaro y piadoso, lían un delgado cigarrillo, y todas nuestras ropas, empapadas de nieve y de fango, humean densamente al calor de la estufa, con un olor de perrera y de rebaño”.
Lorenzo Perrone (1904-1952) nació en Fossano, localidad del Piamonte cercana a Turín donde había nacido Primo Levi. A diferencia de su paisano, Lorenzo era de una extracción muy humilde y empezó a ganarse la vida desde los 10 años trabajando como albañil. Igual que Giovanni, uno de sus hermanos, se internaba ilegalmente en Francia caminando a través de los montes para obtener el diario el sustento. Contratado por la empresa italiana Boetti que colaboraba con los nazis, fue enviado a Auschwitz III (Monowitz) como trabajador civil para construir una fábrica de caucho sintético de la empresa alemana I. G. Farben.
En junio de 1944, Lorenzo, a quien Primo Levi había escuchado hablar en el dialecto paimontés que le era familiar, le pidió que le alcanzara un cubo con argamasa. Levi, debilitado por la terrible vida en aquel infierno, intentó levantar el cubo para ponérselo en el hombro, pero perdió el equilibrio, se le cayó la carga y la argamasa se esparció por el suelo. Lorenzo, hombre de poquísimas palabras, dijo: Ah’s capis, cun gent’ parei (“Claro, con gente como esta…”). Así de extraña, con el desprecio que parecen traslucir esas palabras, empezó una relación que le salvaría la vida a Primo Levi. Así de frágil y azarosa es la naturaleza del bien. Un milagro entre tanta miseria y crueldad.
Esperando de Lorenzo una actitud hostil por el rencor que suelen acumular los desposeídos, el avenjentado albañil, poniendo en peligro su propia vida, le llevó cada día durante seis meses tres o cuatro litros de potaje, algo de pan, y le regaló su chaleco lleno de remiendos para que Levi no pasase tanto frío. Nunca le importó hacerlo. Nunca pidió nada a cambio. Así lo recordaba Primo Levi:
“Creo que, en realidad, gracias a Lorenzo estoy vivo hoy, y no tanto por su ayuda material, sino por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera natural y sencilla de ser bueno, que todavía existía un mundo justo fuera del nuestro, algo y alguien todavía puro y completo, no corrupto, no salvaje, ajeno al odio y al terror; algo difícil de definir, una remota posibilidad de bien, pero por la que valía la pena sobrevivir. Pero Lorenzo era un hombre; su humanidad era pura e incontaminada, estaba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo, logré no olvidar que yo mismo era un hombre”.
Después de la guerra, a lo mejor por todo lo que vió en Auschwitz, Lorenzo Perrone se dio a la bebida y se abandonó a sí mismo. Murió de tuberculosis a los cuarenta y ocho años.
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