Programa Universitario de Investigación sobre Riesgos Epidemiológicos y Emergentes

 

El ciudadano atento 

Momento de ocio

Dr. Luis Muñoz Fernández 

Llega diciembre. Es momento de ralentizar el ritmo de las actividades cotidianas y darse el lujo de posponer la asistencia y participación en actividades académicas que han ido salpicando el calendario a lo largo del año. Hacerlo sin sentirnos culpables y sin ser presa de ese síndrome FOMO (Fear Of Missing Out, miedo a perdernos algo) que hoy se aplica a las informaciones que nos llegan sin descanso en esta era de redes, plataformas y conexiones 24/7, es el objetivo que nos debemos proponer esta temporada y que puede extenderse también a cualquier empeño que solemos considerar impostergable, que supuestamente define nuestra identidad y que promete una gloria académica no sólo dudosa, sino irremediablemente pasajera. Y si no que se lo digan a Marco Aurelio que, gobernando uno de los imperios más grandes que en el mundo han sido, supo ver la inutilidad de todos sus desvelos:

“La duración de la vida humana no es sino un instante, su sustancia fluye y su percepción es borrosa. La composición de todo su cuerpo es fácilmente corruptible; su alma es un rombo giratorio; su fortuna, difícil de calcular; su fama, inicerta… En una palabra, considera siempre las cosas humanas como efímeras y ruines: lo que ayer era un poco de humor, mañana será momia y ceniza… Haz por semejarte al peñasco batido sin cesar por las olas: permanece inmóvil y a su alrededor desmaya la efervescencia de las aguas”.

Es momento del ocio, no del negocio. Momento, por ejemplo, de hacer a un lado las lecturas obligatorias con las que escribimos “cosas serias” y preparamos conferencias que nos piden que demos o que propiciamos para que nos las encomienden, y dejar que la sana vagancia se instale unos días en nuestra vida mientras nos tumbamos en un mullido sillón para leer plácidamente una novela o cualquier otro texto que, en los lapsos en los que no nos vence el sopor, nos deleite con la función más importante de la literatura: hacernos vivir otras vidas mientras no dejamos de vivir la nuestra.

Que no se alarmen los diligentes e incansables, que no habremos de llegar a los extremos de aquel Oblómov que, según Pascal Bruckner, “… vive acostado la mayor parte del tiempo… La locomoción, el estar de pie no son para él más que interrupciones entre dos permanencias en la cama o en el sofá”. Pese a ese ejemplo de invencible pereza (“Oblómov es la auténtica persona veleidosa y agotada que se tortura sólo con pensar en lo que tiene que hacer”), pocos son los placeres superiores a leer cómodamente en el lecho, para ser vencidos finalmente por el sueño que nos arranca un hilillo de saliva de nuestra boca entreabierta, para dibujar una parábola en nuestra mejilla y acabar mojando la tela de la almohada. Ese abandono de nosotros mismos al que nos entregamos con la más absoluta rendición de nuestras tareas, empeños y fatigas.

Los ojos recorren los anaqueles de mi biblioteca. La oferta de lectura ociosa es variada. Como el pasado empieza a ocupar cada día más espacio en mi presente, vuelvo la mirada a la infancia, aquella en la que México era sólo un Tenochtitlan asediado en la Historia de la conquista de México, el clásico (hoy superado) del historiador decimonónico casi ciego William H. Prescott.

Una infancia de veranos tórridos e inviernos a la vera de la estufa de gas butano que arrebolaba mis mejillas. Por eso me atraen las memorias de Manuel Vicent, al que hasta ahora he seguido a través de las deliciosas columnas dominicales que publica en El País desde 1981.

Él es veinticinco años más viejo, pero compartimos aquella España de la posguerra, más oscura en su niñez que en la mía, en la que la autarquía franquista nos aislaba de la modernidad que ya campaba en el resto de Occidente. Una historia particular, título de su autobiografía, me trae, sólo con empezar a leerla, aromas, paisajes, sonidos y palabras que yacen sepultadas en una Península Ibérica que ya no existe más. No podía empezar mejor: “La vida, como el violín, sólo tiene cuatro cuerdas: naces, creces, te reproduces y mueres. Con estos mimbres se teje cada historia personal con toda una maraña de sueños y pasiones que el tiempo macera a medias con el azar”. Sigamos leyendo.

Comentarios a : cartujo81@gmail.com

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